Por Miguel Ors Villarejo, Actualidad Económica
La prensa de pago tal y como la conocemos es una especie en vías de extinción. En The Vanishing Newspaper, el periodista Philip Meyer le ha puesto incluso fecha de caducidad: preferentemente antes de marzo de 2043. Qué exagerado. No creo que duremos tanto.
Veo a mi hijo sentado delante del ordenador y pienso en lo que sus amigos y él le han hecho a la industria discográfica y se me abren las carnes. Le pregunto: «¿Cuándo fue la última vez que compraste un disco?» Levanta la vista y frunce el ceño. «Hace dos años», dice al fin. Y añade como justificándose: «Pero porque me invitaste tú». «¿No te das cuenta de que por culpa de desaprensivos como vosotros a tu tío Diego lo han echado de Universal?» «Es que la música es muy cara». Ya. No tienen dinero para un CD, pero se gastan 60 euros en una camiseta que le queda pequeña a un lactante.
Mi mujer es partidaria de medidas radicales. «¿Por qué no tiramos el ordenador por la ventana?» Es una reacción comprensible. Los luditas también destruían los telares mecánicos que amenazaban sus puestos de trabajo. Pero no creo que detener el progreso sea el remedio. ¿Cuál es, entonces?
Sigo observando a mi hijo. Está tumbado en el sofá y hojea El País mientras yo como. No se entretiene mucho en los argumentos que el director ha seleccionado para la portada: Zapatero, el Papa, la marea negra de Louisiana… Va rápidamente a las actuaciones musicales. «Vaya, El Canto del Loco toca en Madrid». Sigue pasando páginas hasta un reportaje titulado: «¿Cómo eran los egipcios en la cama?» Ése lo lee a fondo. Luego dobla el periódico y se vuelve al ordenador.
Mi conclusión no difiere mucho de la de los expertos en comunicación: la gente busca noticias que le conciernan. De los grandes asuntos de la actualidad nacional e internacional ya se entera por distintos canales: la televisión, la radio, los gratuitos, Internet. Todo el mundo sabe que hay una guerra en Oriente Próximo. Lo que le preocupa es si es justa o injusta, cuánto va a durar y cómo puede afectarle.
Y ahí es donde algunos expertos sitúan el futuro de la prensa de pago: en el análisis, en la visión capaz de poner orden en el caos cotidiano. Hubo un tiempo en que la información era cara de conseguir y distribuir. Hoy es una commodity que se regala en la boca del metro. Sobran noticias, pero faltan «piezas que te ayuden a pensar y entender», como escribe Tom Rosenstiel en Cuadernos de Periodistas. «Ésta es la razón por la que [la edición digital de] The New York Times puede cobrar por sus columnas de opinión […], pero no por su recopilación de información».
La prensa de pago quizás sobreviva, pero no estoy seguro de que conserve su formato actual y en ningún caso será un medio de masas, sino especializado, para paladares exquisitos. El mercado se está segmentando igual que antes lo hizo el de la televisión: por un lado, grandes cadenas generalistas con audiencias millonarias y, por otro, canales de pago que explotan nichos concretos.
El periodismo escrito atraviesa tiempos turbulentos, pero no más que otros sectores de la economía. Deberíamos empezar a considerar la posibilidad de que no somos una excepción. Para lo malo y para lo bueno. Porque, si en medio de la avalancha de textiles asiáticos hay empresarios que se las arreglan para cobrar 60 euros por una camiseta, ¿cómo no vamos a ser nosotros capaces de vender un buen análisis por un euro?